¿Qué c*** estás mirando?

Autor: Piero Manzoni


El otro día fui con mis amigos a un museo. Esto solo ocurre cuando me acompaña alguna amiga, a la cual quieren conocer, o los soborno después con invitarles cervezas. O en el peor de los casos ambas cosas. Esto sí que es amor al arte, y no Romeo y Julieta. Aunque el final siga siendo igual de trágico, porque expirar, lo que viene a ser muerte trágica y violenta, lo acaban haciendo mi agenda y mi cartera. Finis Gloriae Mundi.

Esta vez, por salirme del recorrido y evitar iglesias góticas, ruinas romanas y Dolorosas barrocas, me los llevé a ver arte contemporáneo. De buenas intenciones está el infierno lleno. Al final, más que cerveza, lo que me cuesta es casi un disgusto. La exposición, en concreto, era una muestra, fruto de un certamen bianual de artistas emergentes locales, que reflejaban en un pastiche de instalaciones y alguna fotografía suelta, las preocupaciones de la juventud actual. Entre la disección a un chubesqui y una montaña de mantas apiladas en alusiones a la despoblación de los pueblos vaciados y la crisis migratoria, veo a uno de mis amigos muy serio mirando algo.

Cuando me acerco a él, me doy cuenta que lleva un rato mirando un enchufe con una tapadera, eso sí, algo ingeniosa, para que no metieran nada en sus orificios. Me coloco junto a él y le pregunto algo sorprendido:

- ¿Qué c*** estás mirando?

- No sé, no pone el artista, ni encuentro la cartela.

- Pero... Si es un enchufe. 

Esta anécdota me recordó a la famosa pared cubierta de mantequilla de Joseph Beuys, uno de los grandes artistas contemporáneos. Iniciador del llamado arte conceptual, que más que belleza busca la especulación intelectual, aún a riesgo de poner patas arriba todo el concepto de arte.

El 28 de abril de 1982, cuando el artista daba clases a los alumnos de la prestigiosa Academia de Arte de Dusseldorf, intervino con cinco kilos de mantequilla el ángulo que formaba el techo con la pared, que se encontraba a cinco metros de altura. Eigió a uno de alumnos, y lo hizo propietario de esa obra de arte espontánea. La obra no tenía título, alegando el artista que el titulo en sí no le aporta valor. (Más tarde recibiría el nombre de "Fat Corner" o "Esquina de Grasa"). No debió pensar lo mismo el seguro, cuando años más tarde, se vio obligado a abonar una enorme cantidad de dinero al reformar el tejado por daños irreparables debido a la grasa acumulad. Esto, sumado al mosqueo generalizado de los académicos, que consideraban que no existían pruebas, desde el punto de vista jurídico, de que se hubiera llevado a cabo una transmisión patrimonial, y por lo tanto ellos eran propietarios del edificio y podían arreglar el tejado a su parecer.

Porque puede que, tal vez, lo que les molestó sea justo eso. Que llamemos arte a algo tan corriente como una mancha de grasa en la pared. Una palabra que asociamos a lo más sublime de cada generación, y nosotros sólo hayamos podido aportar, en nuestro paso por este mundo, una mancha de grasa, o según mi amigo, un enchufe. O puede que lo que nos moleste sea que algo tan común pueda tener tanta relevancia. ¿Se nos ha ido de las manos eso tan manido del "concepto"?

Y no solo pasa en los museos. ¿Cuándo pasó Omar Montes de estar en Sálvame a nuestra lista de Spotify? ¿Cuándo empezó a darnos vergüenza bailar un vals en una boda pero hacer twerking delante de toda la familia entra dentro de lo normal? ¿O cuándo la tradición milenaria de la cocina japonesa empezó a mezclar el sushi con aguacate y piña?

La originalidad bracea entre lo más  nuevo y lo increiblemente absurdo, lo genial y lo patético, los gestos que anuncian la llegada de un NUEVO TIEMPO, así con mayusculas, o la obsesión más ridícula de los mediocre. Lo que vienen a ser las ideas de bombero. ¿Todo lo que esté colgado en un museo tiene que tener ese valor intrinseco o los que estamos colgados más bien somos nosotros? A lo mejor, la mayor originalidad sea preguntamos ¿Que c*** estamos mirando? Y nos demos cuenta que la respuesta sea: a nosotros mismos.

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